Lo descubrí hoy, por culpa de la ¡maldita Delphine de Vigan! (Esto es un semiplagio a Vargas Llosa, cuando en “Los cuadernos de don Rigoberto” exclama “¡Maldito Onetti!” al caer en la cuenta que el sueño que lo atormenta coincide exactamente con el que narra por boca de Brausen el autor de “La vida breve”, ante la perspectiva de tener que “mirar sin disgusto la nueva cicatriz” que iba a tener Gertrudis, su mujer, producto de la “ablación de mama” a que debía ser sometida)
Pero lo mío no fue un sueño. La escritora francesa, en su “valiosa exploración de los sentimientos íntimos que rigen nuestra existencia” (según un juicio de contratapa de su novela “Las gratitudes”), me hizo tomar consciencia de un agravante, personal, de las nebulosas perspectivas de las fases superiores de la Tercera Edad, que, como oportunidad o castigo (las probabilidades de la segunda opción las considero abrumadoramente mayoritarias) me esperan en un futuro que se aproxima con implacabilidad astral.
Como dato de contexto, la novela trata de la gratitud, de la bondad, del envejecimiento, de las palabras de y con las personas que fueron importantes en nuestra vida. Cada lector verá la realidad según el bando al que pertenezca: al de los jóvenes ayudadores o al de los viejos ayudados, pero en ambos casos seguro valorando “la maestría expresiva para disolver los límites de lo que es verdad y lo que es mentira”, como otro crítico destaca de la autora.
La complejidad del asunto contrasta con la simplicidad de su enunciado: ¿qué pasa, realmente qué nos pasa, cuando dejamos de ser autoválidos? Cuando “sí o sí” dependemos para todo de otras personas, cuando la deferencia familiar o profesional de esas personas nos humilla con la seguidilla de diminutivos con los que pretenden quitarle trascendencia a nuestras ineptitudes: ¿un tecito, una frazadita, un bañito, un pichicito, abuelo?
Y lo que pasa depende, como toda cosa, del color del cristal con que se mire. Alguna vez he estado internado por un post operatorio y he analizado el comportamiento de mis compañeros de habitación. El más repudiable fue un “profesional del sufrimiento”, que solo tenía que estar en observación un par de días luego de una pequeña intervención, a pesar de lo cual tenía a su esposa y a una enfermera revoloteando de continuo alrededor de su cama para atender sus infinitas necesidades, a cual de todas más nimia e intrascendente, pero solicitadas con voz desfalleciente. Una larva parásita regodeándose en el ejercicio del poder que le otorgaba su condición doliente.
Entre ese extremo, y la estoica dignidad del que aguanta sin chistar toda suerte de desventuras, existe una gama de actitudes, condicionadas por los distintos niveles de coraje, de ganas de vivir, de las condiciones del entorno, en el nivel de la vergüenza propia y ajena, en fin, de la perseverancia o el desgano en la lucha contra las distintas manifestaciones de la desgracia de la vejez. Pero también por el nivel intelectual o la inteligencia de cada uno, que llegado el momento, supongo le permitirá determinar con mayor objetividad cual es su ubicación en la “tabla del descenso”.
¿En qué estamento quedaré ubicado yo? ¿en el de los que explotan su desgracia parasitando la abnegación de sus familiares y servidores? ¿o en el de los inteligentes y corajudos que afrontan sus desdichas con dignidad, tratando de minimizar los trabajos y la angustia que generan en su entorno, mientras sueñan con la aprobación de la Ley de Eutanasia?
En mi vida familiar y profesional en general he sido considerado como una persona inteligente, juicio con el que me sobran motivos para discrepar. Quizá algún relumbrón ocasional en alguna actividad concreta, ha generado ese juicio halagador, pero en mi fuero interno lo sé erróneo, o por lo menos exagerado.
Entonces, cuando llegue la hora de freír las tortas, ¿haré gala de mi supuesta inteligencia y valor para ubicarme en el segundo grupo, o aflorará un sedimento de cobardía explotadora de los afectos que seguro me rodearán, ubicándome en el primero de ellos?
Y ese es el nuevo motivo de angustia. Agregado a la incertidumbre entre el final largo y doloroso o el bienvenido (solo por oposición al anterior, claro) “fulminante infarto mientras dormía”, está la duda de si, cuando llegue la hora y me toca el primer grupo, daré la talla para, como espero, no defraudar las expectativas que puedo haber generado en vida, o que afloren mis temores de que esas expectativas sean exageradas, y que ese tránsito final se vuelva por consiguiente, aún más penoso.
Con el agravante, para los que no somos creyentes (o como
mínimo “dudantes”) de no tener la esperanza de poder realizar al menos una evaluación ex post de ese comportamiento, como sí tendrán (si la temperatura ambiente se los permite, por supuesto) los que creen en una justicia divina y una vida después de la muerte.
Me generaste un nuevo motivo de angustia Delphine. Pero qué bueno es tu libro (lo leí dos veces, una a continuación de la otra) y después lo presté o recomendé a gente de mi entorno. Gracias. Cómo me gustaría poder escribir como tú.
Rodolfo M. Irigoyen
Mayo de 2025